viernes, 15 de junio de 2012

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domingo, 3 de junio de 2012

"La Caja"

® LA CAJA

© Antonio Blázquez Madrid

( Cuento publicado en la Antología “Madrid: Golpe a la Crisis” )
      -12 narradores en clave de cuento - Mayo/2012-

       Vivía sola en la calle El Laurel, en el centro de los barrios antiguos de la ciudad: callejuelas pequeñas y estrechas y los edificios con un cierto olor a viejo y desconchones en sus fachadas. Las casas no tenían ascensor, ni calefacción, pero lo importante es que eran baratas; lo que quiero decir es que el alquiler que pagaba por una de esas viejas viviendas era más bien poco. La crisis, la maldita crisis me había dejado sin trabajo y con una mísera paga mensual como nueva desempleada, que cobraba con ansiedad, para cubrir mis gastos más perentorios, a primeros de cada mes a través de la oficina de empleo (siempre me ha parecido absurdo, e incluso insultante, que llamen oficina de empleo al lugar donde día a día hacemos cola durante horas los que no tenemos trabajo). Es verdad que sin marido ni pareja fija, y sin hijos ni otras responsabilidades familiares de ese tipo, bien podría haber vuelto a la casa paterna cuando caí en el negro pozo del paro, pero después de unos cuantos años viviendo con la libertad que da la independencia, no era una opción que me sedujera demasiado y, por eso, preferí reducir al mínimo mis gastos personales e irme a vivir a un piso más acorde con mi nueva y escasa economía, antes de perder esa independencia y libertad a la que ya me había acostumbrado. Mi vecino de escalera era Jorge; con él mantenía largas charlas y juntos compartíamos algunos placeres y secretos personales a la luz de una solitaria y poco decorativa bombilla. Habíamos aprendido a completar y decorar nuestras respectivas casas con lo que los más pudientes iban dejando en la calle. No quiero decir con esto que fuéramos unos tristes buscadores de objetos tirados en la basura, ¡no!, simplemente que algún que otro elemento de los utilizados en la casa procedía de lo que otros ciudadanos, en mejor situación económica, habían ido abandonando. Por lo demás, éramos felices, y siempre había un par de cervezas dispuestas para la hora de la tertulia. Tal vez por la costumbre adquirida, aquella tarde, cuando volvía a casa, mi mirada se posó sobre una caja abandonada al lado de los cubos de basura. Era de tamaño medio, atada con una cuerda, y seguramente alguien la habría tirado allí para que fuera recogida por los basureros al anochecer. Estaba en una esquina, a escasos metros del portal donde vivía. La curiosidad me hizo dar la vuelta en mi camino, y volví a pasar por delante de ella. Era una caja sin nada especial en su exterior, ningún detalle que le diera un cierto atractivo; ni una triste marca comercial decoraba su existencia; ni siquiera era blanca. Era una simple caja de cartón de color cartón: ese color frío, triste, indefinido e indefinible. Era lo que se puede decir una caja común, sin pedigrí, Capsa Vulgaris, que dirían los científicos, y allí estaba tirada, como se tira en esta sociedad todo lo que ya no interesa. Pobrecita, tan nueva y allí abandonada a su suerte. La miré una y otra vez y pensé en lo útil que me sería para guardar todos los cachivaches que tenía esparcidos en mi salón. Pero no me atrevía a cogerla, pues parecería una vagabunda cualquiera, y tampoco era eso; yo tenía mi dignidad aún integra y no quería dar la imagen entre la vecindad de que estaba necesitada hasta esos extremos. Estando en esos pensamientos se cruzó en mi camino mi mejor vecino y amigo, Jorge. Nos saludamos y comenzamos a charlar de mil y un asuntos: de las escandalosas cifras del paro; de las incomprensibles y multimillonarias ayudas dinerarias a los bancos; de las subidas de impuestos a los de siempre, sin tocar a los que más tienen; de los recortes sociales y de la pérdida de derechos laborales; de… Vamos, que no éramos muy originales en nuestras conversaciones, quizá, porque, en el fondo, todas esas cuestiones nos estaban afectando demasiado a nuestras vidas y a nuestro futuro. Aún recuerdo cómo nos conocimos: fue una tarde de agosto, a raíz de una pequeña pelea por un ventilador que algún vecino había dejado en el mismo lugar que ahora ocupaba la caja. Había sido el verano anterior; el calor en las viviendas superaba lo humanamente aguantable, y los dos lo vimos desde nuestras respectivas ventanas y nos lanzamos escaleras abajo para convertirnos en su dueño. Llegamos al mismo tiempo, y lo agarramos con fuerza sin querer ceder nuestra parte del botín. Al final, la generosidad de Jorge me hizo propietaria de aquel aparatejo, y yo lo invité a tomar una cerveza en mi casa. Y así surgió una buena e íntima amistad. Como no tenía ninguna prisa, ni nada importante que hacer, seguí allí, en la esquina de la calle, hablando durante un largo rato con Jorge, y mientras charlábamos de nuestras cosas y nos contábamos nuestros problemas, vi cómo un niño, con una enorme pelota, daba golpes a la caja sin ninguna consideración. La caja resistía lo suyo, pues ni se movía del sitio; parecía claro que tenía aguante y que no se arrugaba fácilmente. Un golpe y otro golpe, un pelotazo y otro pelotazo. El dichoso niño no paraba; me pareció un maleducado, y su madre, que se hallaba a escasos metros cotilleando con otra vecina, una mala madre. ¿Cómo era posible que no agarrara de las orejas a ese pequeño Atila y le enseñara un poco más de civismo? Ella seguía con su cháchara sin preocuparse de que aquel enano podía destrozar a la indefensa caja. Claro, como era una caja común, nada le interesaba. Quizá si hubiera sido una caja de relumbrón o muy decorativa, a lo mejor no hubiera dejado que su bárbaro hijo la golpease tan alegremente, pero como era una Capsa Vulgaris, ¿qué más daba? Sentí rabia, y al mirar a Jorge me di cuenta que a él le pasaba lo mismo, pues no quitaba ojo al niño, y con disimulo se había ido moviendo hasta interponerse entre el infantil vándalo y la pobre y maltratada caja. Él no me comentó nada, pero intuí que también se había interesado por ella. Intentó moverla con el pie, pero la dichosa cajita aguantó el envite y no se movió del sitio ni un centímetro. Era una caja con peso propio, y dispuesta a mantener su integridad. A la curiosidad se unió ahora el suspense y la intriga: ¿Qué habría dentro? ¿Qué secreto guardaría en su interior? El frío se estaba adueñando de la tarde y decidimos dar por finalizada la conversación y adentrarnos en el interior del edificio, no sin antes echar una última mirada a la caja. Entré en casa, y me dejé caer sobre el sofá del salón para relajarme, pero dentro de mi cabeza seguía presente aquella imagen de cartón. Me levanté y fui hasta la ventana, desde allí podía verla: estaba sola, la calle se había quedado desierta, un intenso frió había hecho que desapareciera hasta el último rastro de vida, pero ella permanecía allí sin moverse, como un cosaco aguantando en su trinchera a pesar del frío. Por la esquina apareció una señora gorda con una bolsa de basura en la mano. Se acercó hasta los cubos y, sin molestarse en abrir la tapa e introducirla en uno de ellos, dejó la mugrienta bolsa sobre la caja. Me indigné. Allí estaba la pobre, no sólo congelada, sino ahora mugrienta y sucia: ¿Cómo es posible que haya gente con tan poco corazón? El mundo no está hecho para los pobres —pensé— siempre soportando la brutalidad y la mierda de los demás. Reflexioné por un momento: ¡me estaba volviendo tarumba por una caja! No merecía la pena, no estaba dispuesta a traumatizarme por una simple y vulgar caja de cartón nada decorativa, y que, seguramente, contendría alguna porquería en su interior. ¡Olvídate!, me dije con firmeza, y para curar mis males, aunque fuera con otro mayor, conecté la televisión y me dispuse a ver un programa cualquiera. Habrían pasado escasamente un par de horas cuando escuché el repiqueteo del agua sobre el cristal. Había comenzado a llover. Siempre me encantaba mirar la lluvia a través de los cristales. Me acerqué al ventanal, y sentí una agradable sensación al ver cómo las gotas se rompían contra el cristal y caían mansamente por la suave superficie. Mi mirada fue involuntariamente hacia la esquina. Debajo de la luz de la farola y junto a los cubos de la basura ella seguía quieta. Sobre su cuerpo caía el agua inmisericorde. Aguantaba estoicamente, ni una arruga se le podía ver en su exterior, estaba demostrando ser fuerte y dura, dispuesta a aguantar los golpes, el frío, la lluvia y lo que hiciera falta. Me dio lástima y pensé de nuevo que muy bien me podría servir para guardar todos los artilugios que andaban sueltos por la casa, y, además, me dije para convencerme, ahora no hay ningún vecino en la calle. Sin pensarlo dos veces, abrí la puerta y bajé con rapidez las escaleras. Fue una sorpresa ver allí, en la misma esquina, a Jorge. Nos miramos a los ojos durante unos segundos, después a la caja, y no hubo más que explicar, los dos habíamos pensado lo mismo, por lo que la cogimos entre ambos, después de apartar de su cuerpo la bolsa mugrienta llena de basura, y la llevamos corriendo hacia el portal para evitar la lluvia. Pesaba más de lo esperado. Antes de subirla decidimos abrirla para evitar sorpresas desagradables, pero, aún no sé por qué, tal vez por el temor a descubrir algo no deseado en su interior, no llegamos a cortar la cuerda que la ataba. Agarrándola cada uno de un lado fuimos subiendo al unísono los peldaños hasta alcanzar la cuarta planta donde vivíamos. En el rellano de la escalera, inconscientemente, cada uno tiramos hacia la puerta de nuestra casa, sin darnos cuenta que nuestras manos estaban enlazadas a la misma cuerda. Nos miramos y reímos. ¿A la tuya o a la mía?, pregunté, y de nuevo su generosidad hizo que la caja terminara depositada en mi salón, junto al televisor. Él me dijo que era ya tarde y que mejor no abrirla hasta la mañana siguiente. Me pareció una buena idea, y nos despedidos con una sonrisa cómplice. La mañana amaneció soleada. Preparé café para dos. Cuando el aroma comenzaba a llenar cada rincón de la cocina sonó el timbre de la puerta. Atravesé el salón para abrir, y al pasar por delante de la caja no pude resistir detenerme delante de ella unos segundos preguntándome qué escondería en su interior. Parecía como nueva, las arrugas que el agua había dejado en su superficie habían desaparecido. Dejé de mirarla y fui a abrir la puerta. Hola, me dijo Jorge al entrar con un tono de voz que denotaba que estaba contento. Serví el café en la mesa grande del salón, y mientras lo tomábamos jugamos a adivinar el contenido de la caja. La mirábamos una y otra vez al mismo tiempo que nos mirábamos nosotros.
 — ¿Cuándo la abrimos? —preguntó.
 — No sé. Me empieza a gustar tener un secreto dentro de mi casa compartido contigo —respondí sin pensarlo. Jorge se rió de mi ocurrencia.
 —Bueno, no importa, no tenemos prisa, podemos abrirla esta tarde, o quizá mañana, —dijo.
Agradecí su comprensión cogiendo su mano, y añadí.
— Lo importante es que ahora ya es nuestra y nadie se la va a llevar. Me parece un regalo llegado del cielo y envuelto entre nubes— lo cual me arrepentí de haberlo dicho en el mismo instante que terminé de pronunciar la última letra, pues me di cuenta que era una estúpida cursilería más propia de una quinceañera enamoradiza, pero ya estaba dicho, y a él pareció no haberle molestado. Terminamos el café, y con un hasta luego nos despedimos para ir él a su trabajo y yo a unos cursos en los que me había apuntado en la oficina del paro. Por la tarde llegué a casa antes de lo habitual. Subí corriendo las escaleras y entré derecha al salón sintiendo un inexplicable temor a que la caja hubiera desaparecido, pero no, seguía allí, quieta, impasible, haciendo compañía al televisor. Me llamé idiota repetidamente. ¿Quién se iba a llevar algo sin ningún valor aparente, o por qué…? De verdad era una tonta —pensé. Sabía que Jorge aún tardaría en llegar. Me acomodé en el sofá enfrente del televisor para esperarle, y como embobada me quedé mirándola. ¿Y si la abriera ahora que estoy sola?, me sugerí. Pronto descarté la idea; me pareció ruin y desleal. Era de ambos, algo que debíamos compartir. Para no seguir pensando en ello encendí el televisor y me dispuse a ver una serie cualquiera. Cuando las sombras comenzaron a oscurecer la calle, sonó el timbre de la puerta. Me apresté a abrir. Bajo el dintel la figura de Jorge. —Hola —dijo con voz cansada—, he tenido un mal día, ¿te importa si lo dejamos para mañana? —Claro, no te preocupes—asentí. —Gracias — y levantando la mano, en forma de despedida, sin más se dio media vuelta hasta la puerta de su casa. Cerré, sin saber si alguno de mis sentimientos había sido herido. Apagué las luces, y me fui a acurrucar, con un libro en las manos, entre las arrugadas sábanas que cubrían la cama, para intentar distraerme. Los días siguientes no pude ver a Jorge: unas veces porque se había retrasado, otras porque yo no pude llegar a tiempo, pero la realidad es que al llegar la noche, cuando me encontraba sola, me preguntaba cuándo íbamos a poder abrirla; incluso algún temor me llegó a invadir pensando que algo de su interior pudiera comenzar a pudrirse y a llenar de nauseabundos olores la habitación. Al fin, una mañana de domingo, coincidimos comprando el pan en la tienda de la esquina. Nos dimos y pedimos disculpas y perdones varios, y quedamos en que esa misma noche, sin más demoras, descubriríamos el contenido oculto de aquella caja de color cartón y sin marca alguna que la identificara, que se había convertido en nuestra propiedad compartida y nuestro secreto pendiente. Al regresar de la compra puse el pan sobre ella y la contemplé, y como si pudiera entenderme, dije en voz alta: “Esta noche sabré lo que escondes y descubriré tu misterio”, y permanecí de pie esperando una contestación que nunca me podría dar. Pasaron lentas las horas del domingo, hasta que en el reloj dieron las nueve y quince minutos, ya con las sombras reptando por las paredes. El teléfono repiqueteó. Corrí a cogerlo. Era la voz de Jorge: —Hola —dijo —Te estoy esperando —contesté—, puedes venir cuando quieras. —Perdona, lo siento, estoy en casa de mis padres… un asunto urgente. Si no te molesta lo dejamos para otro día. —Vale —dije sin más. Colgué el auricular y sentí un escalofrío al escuchar el gran silencio que quedó a mi alrededor. Dolida, fui a la cocina y cogí un cuchillo, y sin esperar más me dispuse a cortar la cuerda que cerraba la caja: al fin y al cabo yo había cumplido mi parte del trato. Primero acaricie su cuerpo hecho de papel áspero y con aquel color frío y triste; después introduje el cuchillo entre la cuerda y el cartón, y lancé una brusca cuchillada que partió la cuerda en dos. La tapa que la cubría pareció que se ensanchaba, como si respirara con ansiedad al verse liberada. La agarré y fui abriéndola lentamente con un deseo irresistible, y al mismo tiempo con un irracional temor, de descubrir cuál era el misterioso secreto escondido en su interior, pero en el último segundo me entró una especie de arrepentimiento, y no pude hacerlo. Y aunque luego él nunca me creyó, usted debe saber que lo que yo hice a continuación fue coger la caja y, despacio, pues pesaba lo suyo la muy condenada, la baje desde el cuarto piso peldaño a peldaño, y la arrastré por la acera hasta dejarla abandonada en la misma esquina donde la encontramos, junto a los hediondos cubos de basura, para que fuera recogida por los basureros o por cualquier otra persona que pasara por allí aquella noche y que se interesara por ella. Sin volver la vista atrás retorné sobre mis pasos hasta el portal de la casa. Fui subiendo los peldaños de dos en dos, como si tuviera prisa en olvidarme de todo. Llegué al descansillo de la escalera del cuarto piso con la respiración entrecortada. Abrí la puerta. Entré y fui derecha hasta el ventanal del salón y, desde allí, protegida por el cristal y la noche, la miré por última vez antes de bajar la persiana. Después, me dejé caer sobre el viejo sofá y recordé las muchas ocasiones en las que había estado sentada, allí mismo, con Jorge a mi lado, ese vecino que había sido hasta entonces mi mejor compañero de tertulias y mi más íntimo amigo con muchos secretos compartidos, y comencé a pensar en la crisis personal que me invadía, mientras miraba mi silueta solitaria que se reflejaba oscura en la pantalla del televisor apagado.
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