lunes, 2 de mayo de 2011

Tenemos que guardar lo nuestro

® Tenemos que guardar lo nuestro


© Antonio Blázquez Madrid

(Primer premio XIII Certamen Literario “José Rodriguez Dumont” - Órgiva - Granada)


Todos los días él cerraba con minuciosidad las oxidadas puertas de hierro. Yo me quedaba mirando desde el otro lado, sabiendo que en el interior nada tenía valor. Guardar la miseria jamás fue rentable, por eso nunca entendí tanto esmero en poner la cadena y echar el candado.
— ¡Tenemos que guardar lo nuestro, Curro! —Me gritaba siempre.
Pero yo, que sabía los míseros cuscurros que comíamos, y que conocía las escasas pertenencias que había dentro, me preguntaba qué era lo que con tanto interés pretendía proteger de los extraños.
En otros tiempos mejores, había vivido detrás de otras puertas donde la comida sobraba y había sillones mullidos, hasta que decidí marcharme a conocer la vida de nuevos mundos, y acabé perdido y encontrándome con él, que me trajo hasta aquí, donde vivo desde entonces. A partir de ese momento, tuve que compartir la poca comida que quedaba sobre la mesa y sufrir los fríos de las noches de invierno. Pero siempre me gustó ser fiel, y mucho más con quien me había extendido su mano sin amenazas cuando me encontró desorientado entre calles desconocidas, y que me había ofrecido algo de su comida aunque fuese escasa. Pero a pesar de mi interés en servirle, de ser su mejor amigo, de estar a su lado siempre, nunca llegué a comprender esa especie de obsesión que padecía por proteger aquella miseria que nos rodeaba. Siempre me repetía cada noche la misma frase:
— ¡Tenemos que guardar lo nuestro, Curro!
Le conocí un día de invierno. Huyendo de la lluvia me había refugiado en un portal para pasar la
noche. Estaba tumbado sobre el frío suelo cuando él traspasó la puerta. Me pareció muy alto visto desde abajo. Temí que me echaría de aquel lugar estrecho, pero sólo sentí una patada suave contra mi cuerpo, que me hizo entender que debía de encogerme más y acurrucarme contra la esquina para dejarle más espacio. Quizá porque estaba empapado por la lluvia se acercó a mí y dejó que su cuerpo se juntara con el mío, y al poco rato nos fuimos dando calor el uno al otro, y como sin darme cuenta comencé a sentir un especial deseo de ser su compañero. Cuando las primeras luces del alba aparecieron por el horizonte, él abandonó el portal donde estábamos refugiados, y yo, perdido y sin saber a dónde dirigirme, seguí detrás de sus pasos con la mirada dócil y suplicante y un cierto temor a que rechazara mi compañía. Fuimos andando, él delante y yo detrás, hasta llegar al lugar donde ahora vivimos. Debo reconocer que la primera impresión que me produjo este sitio fue deprimente. Yo, que antes de iniciar mi desventurada aventura había estado acostumbrado a vivir en casas cómodas y bien cuidadas, no podía entender que una persona tuviera como hogar un viejo contenedor de mercancías abandonado sobre un sucio paraje. Sin embargo, como no tenía ningún sitio mejor donde ir, y dado que mi instinto me hacía confiar en ese personaje que había conocido la noche anterior, me quedé a esperar a ver cómo reaccionaba cuando me viera. Él, como si no se hubiera percatado de mi presencia, introdujo una llave en el candado que aseguraba las puertas del viejo contenedor y se metió dentro; mientras, yo me quedé esperando sentado sobre la tierra húmeda. Permanecí así hasta que el sol se puso en la mitad del cielo y, entonces, creyendo que no le interesaba mi presencia, comencé a alejarme del lugar. Pero no había dado muchos pasos cuando escuché el chirriar de las puertas del contenedor al abrirse. Volví la cabeza y le vi con un cacharro de barro en la mano que olía a comida. Toma, ven, come —oí su voz por primera vez—, y dejó la comida sobre un cajón de madera que había en el suelo. Azuzado por el hambre corrí hasta donde estaba el plato y arrebañé y lamí hasta la última gota de salsa. Y desde ese momento he seguido en su compañía, compartiendo su miseria pero también los buenos momentos.
— ¡Tenemos que guardar lo nuestro, Curro!— Me repetía a menudo, sin que yo entendiera bien a qué se refería.
Allí mismo, junto al contenedor de hierro donde vivíamos, montó una caseta de madera, cubierta con plásticos y trapos viejos, cuando ella vino a vivir con nosotros. Ella era regordeta, con el pelo lacio y su ropa sucia y un tanto raída. La encontramos una tarde que deambulábamos por las calles rebuscando aquí y allá. Iba sola, detrás de nuestros pasos, con un carrito viejo de supermercado recogiendo lo que nosotros dejábamos. Es verdad que a veces, cuando miras atrás, ves que hay otros a los que les gustaría tener tu pobre suerte, y ella me pareció uno de esos cuando la vi. La tarde era calurosa, y cansados de andar paramos un rato en un parque. Mientras yo descansaba tumbado sobre la hierba, él y ella se sentaron en un banco y hablaron, sin que yo entendiera lo que se decían, pero mi instinto me vino a decir que iba a tener que compartir con otra boca nueva la escasa comida que teníamos, sin embargo, no me importó que así fuera cuando vi los ojos de ella que brillaban con un punto de felicidad.
La pequeña caseta la construyó para que ella guardara su carrito roto y oxidado y la poca ropa que llevaba encima, y la hizo con un especial cariño que yo antes nunca le había notado, y como si dentro de aquella chabolita que había construido con tanta ilusión hubiera un tesoro oculto, escribió sobre la madera unas letras con pintura roja y el trazo grueso: “PROHIBIDO EL PASO”; unas letras que yo nunca he llegado a comprender y que él intentaba explicármelas con esa frase que una y otra vez me repetía:
— ¡Tenemos que guardar lo nuestro, Curro!
Poco duró la vida de ella en nuestra compañía. Una mañana temprano, apartó la tela que tapaba la entrada a la caseta, y cogiendo su carrito y su ropa desapareció para siempre. Cuando se hubo marchado, él salió del contenedor y clavó unas tablas en la entrada de la chabolilla, clausurándola para siempre, y después estampó su bota contra el cajón donde yo estaba sentado, y con voz amarga me gritó la frase de siempre:
— ¡Tenemos que guardar lo nuestro, Curro!
Lo nuestro, ¿qué era lo nuestro?: un contenedor de hierro oxidado y una pequeña caseta desvencijada. ¿Qué había que proteger? Yo nada veía, pero seguía haciendo lo que él me mandaba, y ponía todo mi interés y mi olfato policíaco en defender aquello que para él, al parecer, tenía un valor que en mi corto entender no lograba ver ni adivinar. Proteger la miseria, eso pensaba yo mientras permanecía atado con la cadena de hierro, soportando el frío durante las largas noches y el calor los días solitarios.
Y aquí sigo, subido al cajón de madera que está sobre la tierra enfrente del viejo contenedor de mercancías que sirve de casa a mi amo, dispuesto a lanzar al aire mis ladridos cuando se acerca alguien desconocido, para así defender lo poco que tiene mi amo y compañero, y lo único que yo tengo, que son las caricias que me hace sobre el lomo cuando me dice cada noche: “Tenemos que guardar lo nuestro, Curro”.
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