miércoles, 1 de diciembre de 2010

El Reverso de la Inocencia


® El Reverso de la Inocencia - (JUEGO PERVERSO)

© Antonio Blázquez Madrid


(Relato finalista en el III premio literario de relatos de terror “Monstruos de la Razón – OcioZero”)


— ¿Mami, jugamos a presos y policías?
— ¿Niña, desde cuando te gusta jugar a eso?
— Lo he aprendido, mami, me lo han enseñado en el parque.
— ¿Y cómo se juega?
— Mira, yo te ataré a la cama con los lazos de mis coletas, y tú serás la mala y yo seré quien llame al policía bueno para que te lleve con él.
— Pues si a ti te apetece juguemos, cielo.

La tarde ya había terminado sus horas y las sombras comenzaban a cubrir las pareces blancas del dormitorio. La niña fue quitándose las cintas que recogían su pelo, una roja y la otra negra. La madre se tumbó sobre el edredón y dejó que su hija le atara las muñecas a los barrotes de hierro del cabecero de la cama.

— No aprietes tanto, cariño, no tan fuerte, que duele.
— Eso es porque eres mala, mami, es porque has sido muy mala.
— ¿Y ahora que hacemos?
— Tenemos que esperar a que venga el policía bueno.

La niña abrió la ventana que daba al pequeño jardín de la casa, y dejó caer sobre el césped el osito de peluche que le habían regalado en el último cumpleaños, luego cerró con fuerza y corrió los visillos, al tiempo que miraba a su madre tendida en la cama formando una fúnebre figura entre las sombras que la cubrían.

— ¿Por qué has tirado tu osito?
— Está endiablado, mami.
— No me gusta este juego, mi niña, desátame.
— No puedo hacerlo, me lo dijo el hombre que habita en el parque.
La niña se fue hacia un rincón oscuro, más allá de donde la madre alcanzaba a ver, y se acurrucó en la esquina mirando en silencio hacia la ventana.

— ¡Desátame!
— ¡Chsss...!, calla, mami —contestó en voz baja.

La madre comenzó a sentir cómo la sangre se agolpaba dentro de sus muñecas sujetas al hierro frío. Volvió a llamar a la niña, ahora ya con voz angustiada, mas sólo tuvo como respuesta la respiración leve y entrecortada de su hija escondida.
No entendía nada de lo que estaba pasando. Intentó violentamente librarse de las ligaduras que la mantenían presa en su propio dormitorio, pero lo único que consiguió fue que las cintas de tela se clavaran y lastimaran su piel, y unas gotas de sangre empezaron a resbalar por sus brazos desnudos.
Gritó de nuevo, ya con un miedo extraño recorriendo cada centímetro de su cuerpo.

— ¡Suéltame, o te daré unos azotes cuando esté libre!
— Chsss..., eres mala, no podrás desatarte nunca, él me dijo como debía de hacerlo —se oyó la voz de la niña casi como un murmullo desde la esquina.

Una difusa silueta surgió al otro lado de la ventana. Se paró en el centro, mirando a través de los visillos. De pronto se agachó, y cuando apareció de nuevo tras el cristal llevaba consigo el osito que la niña había tirado al jardín. Desde la oscuridad del rincón donde se hallaba la niña salió una risita nerviosa, corta y enigmática.

— ¿Quién es? —preguntó la madre con voz apenas audible para que no traspasara más allá de los cristales.
— Chsss...
— Por Dios, hija, no me hagas esto.
— Chsss..., no hables, eres perversa porque no me dejas ir al parque, él me lo dijo.

Mientras, las sombras de la noche iban cubriendo deprisa las blancas paredes del dormitorio. La madre intentó alcanzar con la boca el lazo negro que ataba su mano derecha, sin resultado alguno, y retorció su cuerpo hacia el lado izquierdo en otro inútil intento por morder y romper el otro lazo rojo que la sujetaba a los barrotes. La voz tenue y susurrante de la niña de nuevo llenó la penumbra de la habitación

— No podrás, mami, él me enseñó donde tenía que atarte.
— ¡Nos hará daño a las dos!
— No, porque yo he sido buena con él, y tú has sido mala conmigo cuando me prohibías ir a jugar a su jardín.
— ¿Quién es? —volvió a preguntar la madre.
— Chsss..., calla… calla… calla.

Entre el silencio se escuchó el pequeño rechinar de los goznes de la puerta de entrada al abrirse, y una corriente de aire frío llegó a la habitación desde el jardín.

— ¿Hija, por qué dejaste la puerta abierta?
— Él me lo pidió; chsss..., no hables más y espera.

Unos pasos lentos se comenzaron a oír a través del corredor que unía la entrada y el dormitorio: uno, dos, tres, cuatro..., después se fueron alejando: ella intuyó que se habían dirigido a la cocina situada en la mitad del pasillo.

— Mi niña, aún estamos a tiempo, desátame, cielo —dijo con voz entrecortada.
— Chsss..., tiene que hacerlo para que los dos, él y yo, podamos vivir juntos en el jardín del parque. Tú me castigas por ir a jugar con él, por eso tenemos que hacerlo.

Los pasos retornaron al corredor y, desde la habitación blanca, oscurecida ahora por las sombras cerradas de la noche, se fueron oyendo cada vez más nítidos: avanzaba despacio, como midiendo cada metro, un paso más fuerte que el otro, arrastrando una cojera fácilmente adivinable. La madre gritó y se revolvió sobre la cama.

— Chsss..., no grites, mama, nadie te podrá escuchar, hoy no hay ningún vecino, él me dijo cuando debía de ser el día elegido para hacer el juego.
— ¿Por qué me haces esto, mi niña?
— No te angusties, mami, será rápido; no te preocupes, no te dolerá nada; y no te tengas miedo, él te llevará al cielo.

Una figura encorvada y siniestra apareció delante de ella en el contraluz de la ventana. El miedo paralizó su cuerpo y anuló los gritos que salían de su garganta temblorosa. La silueta de la niña, con los rizos de sus coletas sueltas cubriéndole la cara, se fue acercando a aquel ser extraño. El brillo metálico de un cuchillo asomó entre los dedos del intruso, que lo colocó en las pequeñas manos de la niña.

— ¡No cojas el cuchillo, mi vida, ese hombre es malo! —se oyó entre llantos su voz estremecida.
— No, mami, nadie lo quiere porque es feo, nadie le habla porque es huraño, nadie está a su lado porque su cuerpo da miedo, pero es bueno y me va a llevar a vivir al jardín que tiene en el parque, donde tú nunca me dejas ir a jugar.

La madre quiso gritar, pero su voz estaba atrapada y paralizada por un terrorífico miedo que la envolvía. Enfrente de ella se oyó una voz profunda y ronca:

— Ahora lo debes hacer tú, pequeña, tal y como te enseñé.
— ¿Y por qué lo tengo que hacer yo sola?
— Para que expíe sus pecados.

La niña avanzó despacio con la hoja del cuchillo levantada y agarrándolo con las dos manos, y antes de dejarlo caer con fuerza sobre el pecho de su madre, que temblaba sobre la cama y la miraba con ojos incrédulos y suplicantes, dijo con un suave y dulce tono de voz: “Mami, no me mires así, ahora irás al cielo”.
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sábado, 30 de octubre de 2010

Sueños Imperfectos



® Sueños Imperfectos

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Micro-relato finalista en el IV Certamen Literario Premio Orola 2010)


Cada día, a las cinco de la tarde, salgo de mi casa y me dirijo a la estación de autobuses; cada día, ya dentro de la estación, me acerco hasta la ventanilla de venta de billetes; cada día, sin que recuerde desde cuando sucede, siempre encuentro un letrero pegado sobre el cristal, que indica que ya no quedan plazas libres para el viaje que pretendo hacer. Entonces, bajo a los andenes para ver a los que sí lo han conseguido, y observo que sus caras están cansadas y a veces llorosas antes de partir, después me fijo en los que retornan y veo que sus rostros siguen silenciosos y tristes, y al verlos así deja de importarme no haber conseguido mi billete; por lo menos hasta el día siguiente, cuando, a las cinco en punto, salga de nuevo de mi casa para ir a la estación de autobuses con el deseo de hacer el viaje que el destino aún no me ha dejado hacer.
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jueves, 9 de septiembre de 2010

Y no decimos nada

Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron a por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron a por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron a por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada.

Martin Niemöller

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La primera noche ellos se acercan y cogen una flor de nuestro jardín,
y no decimos nada.
La segunda noche ya no se esconden, pisan las flores, matan nuestro perro,
y no decimos nada.
Hasta que un día el más frágil de ellos entra solo en nuestra casa,
nos roba la luna,
y conociendo nuestro miedo
nos arranca la voz de la garganta.
Y porque no dijimos nada
ya no podemos decir nada.

Vladimir Maiakovski Leer más...

miércoles, 14 de julio de 2010

Verano en Castilla


® Verano en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



Cielos limpios. Calor abrasador que ahuyenta a los lagartos solitarios. Tierra quemada. Sombras que hacen vida; vidas que viven pegadas a las sombras. Polvo en las calles que esperan las pisadas juguetonas de niños que ya son ajenos el resto del tiempo. Golondrinas que regatean el aire caliente. Cigüeñas que enseñan a volar a sus crías, al tiempo que les van mostrando los vientos que les llevaran a territorios lejanos. Abuelas que acumulan caricias para el invierno. Abuelos que cuentan cuentos antes de que lleguen las noches vacías del otoño. Cohetes y banderas que celebran y recogen alegrías una vez al año; y la procesión que comienza cuando las campanas de la iglesia tocan a las cinco en punto de la tarde, aunque el viejo reloj de la torre ya hace tiempo que dejó de marcar el inicio de la fiesta del patrón de la Villa Castellana.

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jueves, 1 de julio de 2010

El final del reflejo más íntimo



® El final del reflejo más íntimo

© Autor: Antonio Blázquez Madrid


(Relato finalista en el VII Concurso de Relatos “Luis del Val” - Sallent de Gállego - Huesca)



Las gotas de sangre que caen de mis manos se mezclan con tu cuerpo destruido y tirado en el suelo, mas, a pesar de los muchos años en los que has sido mi compañero más íntimo, de mis ojos no fluyen lágrimas que me humedezcan la cara, ni de mi garganta ha salido ningún rasgado sonido que muestre dolor o pena, pues en el fondo del alma siento que se ha hecho justicia después de toda una larga vida en la que siempre me mantuviste vigilada desde el otro lado.
Aún recuerdo aquellos años de la infancia cuando me mirabas y te mofabas de mí cada vez que las lágrimas aparecían en mis ojos. Sí, eras cruel conmigo, y, con aquella voz que me llegaba a lo más profundo de mi ser sin que el sonido traspasara el aire, me hacías creer que yo me burlaba de mi misma y que tú solamente eras un mudo testigo.
Recuerdo aún tu falta de sentimientos cuando en la dura adolescencia me mirabas a través de la fría barrera que nos separaba, sin importarte nada los grandes traumas que me acuciaban, tan importantes para mí. Nunca te oí una sola palabra de consuelo, ni un gesto compasivo, sólo me mirabas, fijamente, a los ojos, haciendo muecas que repetían burlonamente las mías, en una hiriente imitación que hacía aún más dura mi existencia.
Con el paso del tiempo me seguiste vigilando oculto entre las manchas de polvo y grasa acumuladas sobre aquel marco acristalado a través del que siempre nos mirábamos, y, con despiadada frialdad, me ibas recordando día a día el paso de los años, e insistentemente me mostrabas cada una de las arrugas que inevitablemente iban naciendo en mi rostro, cada cabello caído, cada trocito de piel donde el brillo había ido desapareciendo. Sin compasión, cada mañana y cada noche, me hacías sufrir con tu gélida mirada sin que yo te pudiera culpar pues desaparecías de mi vista en cuanto me alejaba unos metros. Nunca pude discutir contigo, simplemente te burlabas de mí repitiendo una y otra vez cada una de mis palabras, y en ninguna ocasión fuiste capaz de devolverme un saludo, ni de lanzarme una sonrisa cuando estaba triste.
Mi cuerpo y mi vida poco a poco se han ido llenando de años, ¡sííí!, es verdad, y tuya no es la culpa, pero lo que en ningún momento podré perdonarte es que tú, aprovechando mi más intima y desnuda presencia, me recordases continuamente cuan lastimero era mi envejecido cuerpo, cuan caídas estaban mis carnes, cuanto sobraba allí donde no hacía falta y cuanto faltaba allí donde sí era necesario; y tampoco podré olvidar que tú, amparado por la neblina que formaba el vapor al atravesar el frío ambiente, te regodeases, una y otra vez, haciéndome ver y agrandando cada uno de mis defectos.
Jamás oí tu nombre, que siempre mantuviste en el más anónimo secreto. Nunca te pude estrechar la mano, ni pude compartir el calor de tu cuerpo: sólo sentía, una y otra vez, esa mirada tuya penetrante y fría. Tú, que ninguna vez rehuiste mis ojos, que aguantaste sin parpadear mis miradas de odio, que oíste mis gritos al aire, mis cánticos desafinados y hasta mis lloros, sin embargo, en tu innata frialdad, en ningún momento fuiste capaz de contestarme con unas palabras de alivio en los momentos de tristeza, ni de felicitarme en los días especiales de mi vida —que también los hubo—. Por eso te he odiado siempre. Por eso, y a pesar de que nunca me pude apartar de ti, jamás te quise. Por eso, hoy, cuando ya mi imagen no me importa, cuando mi vida ya no tiene ningún sentido, cuando mi último deseo no está ya en este mundo, no he querido dejarte ahí, sobre la pared, reflejando la nada, y con las escasas fuerzas que me quedan te he golpeado una y otra vez, hasta ver tu cuerpo, frío y cristalino, roto a mis pies en mil pedazos; y mis manos, ensangrentadas y abiertas por tu duro e insensible cuerpo, sienten, al fin, el calor que desde el otro lado ha dejado escapar tu vacío.
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martes, 23 de marzo de 2010

Primavera en Castilla



® Primavera en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



Calor suave que se va pegando sobre la cal blanca. El gallo canta de madrugada a la hora que nace el día. Un lloro tierno sale por una ventana entreabierta y una canción de cuna se oye hasta que el llanto se calma. Se escucha el rumor fresco del agua que sale de la fuente. El cielo azul y blanco. Las calles cálidas con su tierra seca. Los árboles se despiertan con el piar de los jilgueros. Las higueras empiezan a estar preñadas de higos y brevas entre sus ramas. Los corderos se amamantan con leche cálida de la oveja madre, y un perro ladra al oír las cinco campanadas que anuncian el comienzo de un día de primavera en la llanura castellana.






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viernes, 29 de enero de 2010

A ti que, aunque sólo eras un gato, nos diste una lección de felicidad con tan poco



Tristes días de espera cuando quien se va lucha por no irse, cuando la inocencia está antes de la muerte.
Tristes días de espera cuando ves su cara con solicitud de ayuda, cuando oyes su voz de súplica, y te das cuenta que nada puedes hacer por remediar sus males.
Tristes días de espera cuando te llama pidiendo tu protección, y tú solamente le puedes entregar unas caricias en su espalda.
Tristes días de espera cuando, con una profunda pena en tu alma, deseas dejar de oír su voz como única alternativa a su sufrimiento y al tuyo.
Cuántos días de espera rezando a los dioses para que no llegue la última hora, y al mismo tiempo anhelando que un dulce sueño lo lleve a la otra orilla sin dolor.
Cuántos días de espera con el corazón roto, mostrando una entereza que no tienes, luchando por retener las lágrimas que se agolpan tras los parpados, peleando porque no salgan los sentimientos antes de la última hora.
Cuántos días de espera sabiendo que ya no hay esperanza, conociendo que el fin es el único destino que ya queda, temiendo que todo acabe y al mismo tiempo deseando que termine para que desaparezcan los achaques dolorosos que él padece y la angustia que tú sientes.
Muchos días nuevos abriendo los ojos con el deseo de escucharlo, pero también con la esperanza de que el silencio sea lo único que se escuche.
Muchos días nuevos temiendo el momento de su agonía, el alarido final, para luego dejar escapar unas lágrimas en solitario allí donde nadie pueda ver tus sentimientos.
Cuán largos se hacen los días cuando lo ves luchando por un pellizco de vida, resistiendo por mantener un poco de aliento.
Por eso hoy, antes de que todo suceda, dejas caer tus lágrimas, dejas fluir tu llanto, dejas escapar tu dolor lleno de sentimientos, y lloras por él cuando aún le resta un poco de vida, y sigues pidiéndole en silencio que se vaya dormido y sin dolor durante un sueño, aunque después lo lamentes profundamente por no haber estado en el último momento a su lado acariciando su espalda.
Tal vez muchos no lo entiendan, quizá lo consideren un exceso de sentimientos, y es posible que no sean capaces de comprender por qué tanto cariño; pero dieciséis años de maullar a primera hora de la mañana para despertarte, de ronronear al compas de tus caricias, de pisadas silenciosas y gatunas detrás de tus pasos, dieciséis años de arrumacos entre tus piernas consiguen crear un profundo afecto lleno de ternura.
Y ahora se va agotando, viejecito como un anciano de cien años, y, apartado en un rincón, no queda otro remedio que inundar el alma de lágrimas, mientras que tu gato, tu querido gato, se va muriendo poco a poco, sin hacerte caso en acabar sus días en un silencioso sueño, luchando por vivir unas horas más aunque sean llenas de dolor, y entonces aprendes una lección de ese pequeño animal que te ha hecho compañía tantos años, es una lección de vida, de lucha por la vida, incluso cuando el dolor no le deja que su pequeño cuerpo se alimente, una gran lección de vida de un animalito que nada tiene salvo tu cariño, y que ha sido feliz con tan poca cosa: sólo cariño y un plato de comida cada día.
Mi querido gato, por favor, acaba tus días en un feliz sueño, para que los que te queremos no tengamos que sufrir oyendo los agónicos alaridos del último momento, y vuela al cielo de los animales, que seguramente será un cielo más hermoso que el de los humanos.

Hoy, al fin, te fuiste, y nos quedamos con la tristeza entrelazada en el alma. Adiós querido gato, Pumby.

© Antonio Blázquez Madrid
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domingo, 17 de enero de 2010

Invierno en Castilla

(acuarela de: Rubén de Luis)



® Invierno en Castilla

© Autor: Antonio Blázquez Madrid



El agua ha dejado de correr libre y se ha quedado atrapada entre los carámbanos que cierran la boca helada de la fuente. El cielo está cubierto de luto negro; la tierra de solitaria nieve blanca. Los nidos de las golondrinas cuelgan vacíos y abandonados, sin calor en su interior. Las cigüeñas hace tiempo que dejaron los nidos de ramas secas en los torreones altos. En las calles no hay pisadas que muestren vida. El viento helado congela a su paso las esquinas gastadas por el tiempo. Las agujas enmohecidas y quietas del reloj de la torre señalan las cinco; la misma hora que marcará en la noche, y al día siguiente, y al otro, y al otro..., la única hora que le queda. Los silencios acompañan al reloj y ya no resuenan las campanas para dar la hora en punto. Sólo se oye el chirriar del gozne oxidado de una puerta vieja, que se entreabre y cierra con la esperanza vana de que trascurra algo de vida antes de que llegue la noche solitaria y difunta de Castilla.



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