domingo, 8 de marzo de 2009

La Modelo


® La Modelo

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Primer premio en el III Certamen de Relatos Asociación Cultural Cerda y Rico - "Villa de Cabra del Santo Cristo - Jaen")


Desde la esquina contraria yo los observaba: ella estaba en el centro; su cuerpo, casi desnudo, se mostraba en todo sus esplendor. Ellos la miraban intentando que los sentimientos no se reflejasen en sus ojos; los tres mantenían oculto detrás de sus rostros inalterables un secreto. Es posible que cada uno de ellos sospechase algo del de los otros, pero al mismo tiempo creían estar seguros de que el suyo no era conocido.
Los había citado allí con la disculpa de hacerles una fotografía que inmortalizara nuestra amistad, aunque el verdadero interés que me movió a convocar la reunión era otro.
Para que el plan urdido surtiera efecto era imprescindible que ella también estuviera. Ella, la modelo, por derecho propio tenía que ser el centro y el motivo principal de la reunión; y no sólo para la fotografía sino para la propia terminación de la historia.

Compartía con JM Mezquita, Rodríguez Acosta, y Arturo Cerdá una ya larga amistad, y, por diversas casualidades, había averiguado algunos hechos personales e íntimos de mis compañeros y amigos que ellos desconocían en la parte que les era ajena.

Desde hacía ya más de tres años sabía de la relación que JM Mezquita mantenía con la modelo. Lo descubrí una noche, o mejor dicho, me lo contó él una noche de verano, aunque dudo que se acuerde de ello. Estábamos en la casa que posee al lado del mar, y mientras mirábamos las estrellas después de haber acabado con una botella de Ron Cubano entre los dos en un mano a mano no habitual, y, tal vez, llevado por el embrujo del alcohol, ya de madrugada, me confesó su secreto: ella lo había enamorado allí, en el mismo porche donde estábamos sentados. No me contó desde cuando llevaban siendo amantes, aunque pude intuir que no debía ser mucho el tiempo de su historia amorosa por la pasión que se veía que aún le despertaba su solo recuerdo.La casualidad o la fortuna, él no sabía a cual de las dos diosas debía su suerte, habían hecho que un amigo común se la presentara un día de primavera. Ella le confesó su admiración por su pintura, y eso fue suficiente para que él le hiciera una cortés invitación a visitar el pequeño estudio que tenía en la casa veraniega. Días más tarde ella se convirtió en su modelo y él en su amante. Entre los efluvios del alcohol me dijo que fue tanta y tan instantánea la atracción que sintió, que nada más verla la imaginó pintada sobre un lienzo. Mientras contemplábamos la botella de ron vacía y nos pensábamos si comenzar otra o dejarlo para el día siguiente, me reveló, casi con la misma inocencia con la que habla un niño a su madre, cómo llegó a amarla hasta extremos que él nunca hubiera imaginado, y cómo la amaba todavía.

De la historia de Acosta me enteré por puro azar tiempo después. Había pasado ya un nuevo otoño y un nuevo invierno cuando me llegó una invitación para asistir a la exposición pictórica de mi buen amigo Mezquita. Yo, por aquel entonces, no había tenido la oportunidad de conocer a Rodríguez Acosta, ni siquiera habíamos coincidido en ningún acto social, religioso, o político, o si llegamos a coincidir nunca fuimos presentados ni llegamos a saludarnos por razones de cortesía, al menos que yo recordara. Nada de él me era conocido, ni tan siquiera su muy renombrada y reputada profesión de pintor, y me atrevería a asegurar que, de igual modo, él tampoco sabía nada de mí ni de mi existencia, ya fuera personal o profesional. Por eso me llegó a parecer insólita la coincidencia en el tiempo y lugar por la que llegué a enterarme de sus andanzas amorosas, también, con la modelo.
Dentro de la galería de arte el destino hizo que nos detuviéramos delante del mismo cuadro: una espléndida obra que reflejaba el cuerpo de una mujer visto de espaldas. Entre las pinceladas se podía entrever la fuerza que al pintor le inspiraba aquel cuerpo desnudo: la piel se apreciaba tan suave que llevaba a desear tocar el lienzo con la esperanza de sentirla; y una sensualidad lasciva se desprendía de sus glúteos carnosos tan perfectamente dibujados que a pesar del arte que contenían llevaban a elevar el apetito sexual de quien los contemplase. A mí no me resultó extraña tanta sensualidad unida a la perfección salida del pincel, pues al momento vi en ello la intensa relación amorosa que el pintor mantenía con la modelo, y que, sin duda, le llevaba a expresar los sentimientos más elevados entre cada uno de las trazos que componían la obra, y aunque yo no la había visto nunca intuí que la modelo y la amante eran la misma persona.
Pero lo que yo no conocía entonces, era un pequeño tatuaje que la modelo guardaba justo donde acaba el lado derecho de su nalga, casi perdido en su interior más intimo, y que, mirando con detenimiento, se podía apreciar en el cuadro. A cualquier persona que no hubiese visto antes el cuerpo de aquella mujer ese detalle le podía pasar inadvertido, o, incluso, de haberse percatado de su existencia, hubiera podido pensar que la pequeña mancha que allí existía podría ser una pincelada errónea del maestro. Insisto, sólo era una mancha de pequeño tamaño y con forma de media luna que se podía percibir más morena que el resto de la piel que la rodeaba, y fue por esa señal por lo que descubrí la relación entre la modelo y Acosta, pues al insinuar, con un simple comentario dirigido a mi momentáneo acompañante, que a mi entender la mancha era un error del pintor en la ejecución del cuadro, él simplemente dijo: “¡No! ¡Es así, créame! Más que un defecto de la obra ese pequeño detalle demuestra hasta que punto es perfecta”
De manera automática pensé que sólo una persona que conociera a la mujer del cuadro y sus más escondidos pliegues podía saber de tan disimulado tatuaje.
No hizo falta indagar mucho para descubrir el amor de amante oculto que sentía por ella. Mientras íbamos recorriendo y viendo y disfrutando el resto de la exposición, él, como el joven que quiere contar su primer amor, me fue relatando, no ya sus intimidades con ella, lo cual me hubiera llevado a considerarlo persona de poco honor, pero si algunas otras anécdotas que me sirvieron para ser consciente de la historia de amor profundo que aquel desconocido estaba viviendo.
La verdad que me sorprendí cuando fui a felicitar al autor por las fantásticas obras expuestas y vi allí a mi anónimo acompañante hablando amigablemente con Mezquita. Yo desconocía la amistad que les unía a los dos. Me lo presentó, y mientras manteníamos una larga charla, que fue el inicio de mi amistad con Acosta, me di cuenta que la misma mujer los tenía obnubilados y también ciegos, pues ninguno era conocedor del secreto mutuo que compartían, y, claro está, yo no quise ser quien les revelara la verdad.

A Arturo Cerdá lo conocía desde hacia tiempo, pues teníamos profesión y aficiones comunes, y en más de una ocasión nuestro trabajo nos había llevado a compartir exposiciones y secretos profesionales. Pero hasta hacía unos meses, y a pesar de nuestros múltiples y a veces cotidianos encuentros, no sabía de la relación, también amorosa, que mantenía con ella: sí, la misma mujer que tenía embelesado a Mezquita y por la que bebía las aguas el bueno de Acosta
No fue fácil enterarme de los amores de Arturo, no. Si no hubiera sido por una indiscreta nota que encontré en el suelo del café donde habitualmente manteníamos nuestras tertulias, si no hubiera sido porque recogí el papel, cuidadosamente doblado, pensando que podía ser de interés para quien lo hubiera perdido, difícilmente hubiera sabido de la amistad entre Cerdá y la modelo. Lo desdoblé para leerlo — no por indiscreción sino para intentar averiguar a quién podía pertenecer—, y por las primeras palabras que leí supe al instante que era de mi amigo y compañero de profesión, y aquí he de confesar que la curiosidad pudo más que mi reputada discreción, y una vez que comencé a leer no tuve la fuerza necesaria para dejar de averiguar el secreto que se guardaba en aquella nota escrita: ella lo citaba con fecha y hora en “el lugar de siempre”, y la despedida no dejaba lugar a dudas: sólo dos amantes se pueden decir las palabras que allí estaban escritas, y si el lugar era “el de siempre” no cabía duda de que no era algo accidental, ni una mera cita inusual o improvisada.
Descubierto el secreto, y ya que me sentía arrepentido de mi indiscreción, no quise que por mi culpa su amor sufriera un contratiempo, y dejé disimuladamente la nota, doblada tal y como la encontré, al lado de Cerdá, sin que él se percatase de mi acción; eso sí, seguí de reojo sus movimientos para comprobar que la recogía. Y no pasaron muchos segundos cuando al ver el papel sobre la mesa se apresuró a retirarlo con gesto urgente y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, al tiempo que un rubor encendido se reflejaba en su rostro mientras miraba a su alrededor para saber si alguien se había percatado de la presencia del delator papelito que nada insinuaba en su exterior, lo cual me hizo sospechar de la intensidad de su amorío, pues todos sabemos que cuando pensamos que algo íntimo se puede desvelar actuamos con unas urgencias y recelos fuera de lo que la lógica y la razón dicta.
Estos hechos que yo conocía, siempre procuré no revelarlos a nadie, y menos aún a los tres interesados, que a su vez se cuidaban muy mucho de mantenerlos ocultos, sin saber que su amante era una amante compartida, y que el verdadero secreto, sin duda, era el que ella guardaba, y al que yo, sin pretenderlo, había tenido acceso.
Pasado algún tiempo, un buen día Cerdá me pidió que le cubriese un reportaje que le era imposible atender porque tenía que salir de viaje con premura. Yo, que había recibido otros favores de él, no me pude negar y le requerí los datos técnicos para la realización del reportaje fotográfico que, con gran lujo de detalles, me facilitó de inmediato, y, además, me dio la dirección de la joven que me habría de acompañar en el trabajo.
A la mañana siguiente recogí de mi estudio la cámara, el trípode, y las placas fotográficas, y me dirigí a la calle que me había indicado para recoger a la modelo, y así dejar atendido y resuelto con prontitud el trabajo que me había encomendado. Al llegar pude ver que ya me estaba esperando en la puerta. Nunca antes la había visto, pero supe al momento que era la mujer del cuadro pintado por Mezquita. Tenía el pelo moreno recogido graciosamente con un lazo blanco que caía sobre su hombro semidesnudo. Unos grandes pendientes nacarados con forma ovalaba conseguían hacer más hermosas sus menudas orejas. El cuello al descubierto sostenía un largo collar de perlas que bajaban inocentes siguiendo el contorno de los pechos. El cuerpo de proporciones artísticas. La blusa roja que cubría su busto dejaba entrever unas redondeadas y seductoras formas. Si algún mérito tuvo mi querido amigo al hacer el retrato de su desnudo cuerpo fue el de reflejarla tal y como era, pues ninguna perfección más se le podía añadir a aquella belleza morena de cara agitanada y atractiva.
Por el buen gusto que les suponía mis amigos, siempre imaginé que la belleza de la amante-modelo debería ser grande, pero tuve que reconocer que no llegué a imaginar que llegara a tanto. Nunca podré dejar de agradecer a mi compañero del alma el encargo que me había llevado hasta la dirección donde ella estaba esperando. Me detuve un instante antes de acercarme; no quería que la emoción que había sufrido al verla se reflejara en mi rostro y en mi palabra, pues no era el caso de aparentar una balbuceante ansiedad ante su presencia. Una vez que pude sobreponerme a la primera impresión me dirigí a ella, y presentándome la invité a subir al carruaje que llevaba para dirigirnos al lugar donde deberíamos hacer el reportaje encargado.
El trabajo acabó bien y con la calidad esperada, por lo que me sentí satisfecho, y puesto que acabamos antes de que el sol mostrara la hora del almuerzo me permití invitarla a comer. Procuré mostrarme con un cierto distanciamiento, sin llegar a ser descortés, pues no quería generar ninguna confianza que fuera más allá de lo profesional, siempre recordando que aquella mujer, tan bella y atractiva, era la amante de no sólo uno de mis mejores amigos sino, curiosamente, de tres, y todos ellos manteniendo este hecho en el más absoluto secreto, secreto para ellos que no para ella, como era obvio, ni para mí.
Si fascinante era su presencia física, su conversación, interesante y culta, y aderezada con una sonrisa entre misteriosa y pícara, le daba un valor supremo, y ahora podía comprender por qué sus amantes, no dados a devaneos fáciles ni mundanos, la habían elegido como musa y como amante.
Aunque pueda parecer extraño, hasta que no estuvimos sentados en la mesa del restaurante no le pregunté su nombre: “Mercedes”, me contestó. Desde ese momento, por el hecho de conocer cómo se llamaba, me pareció que la relación dejaba de ser meramente profesional y pasaba a ser algo más personal. Siempre había sido para mí algo ajeno, algo de la vida de los otros, pero en ese instante comencé a sentir como si una parte de ella me fuera cercana.
Aquel fue el primer día pero no el último. Pronto entré a formar parte de sus secretos. Desde entonces, y aunque Acosta Cerdá y Mezquita lo desconocían, yo compartía con ellos algo más que nuestra amistad, pero no me atreví a contárselo pues por nada del mundo quería dejar de tenerla como amante, aunque fuera compartida.
Pero si algo he aprendido de esta múltiple relación es que es más satisfactorio el amor cuando se ignora que es compartido que cuando se conoce esa circunstancia, y que el único que sufría con ese tipo de vínculo era yo, pues la felicidad que les daba el desconocimiento a los otros amantes se trasformaba en mi caso en dolorosos celos que no me atrevía a compartir con ella ni con ellos.

Por eso, decidido a terminar con esa situación un tanto perniciosa para mí, me propuse buscar una salida que resolviera el insólito pentágono amoroso, aun a sabiendas que en el intento algún riesgo habría de correr, pues nadie renuncia a nada voluntariamente, y cuando algo se pretende ganar, la apuesta siempre lleva consigo un riesgo cierto de perder lo que se intenta conseguir.
No era fácil llevar a cabo lo que pretendía, pues estaba convencido que ninguno de los cuatro amantes íbamos a ceder en aquello que creíamos nuestro, y además, ¿cómo iban a renunciar ellos si la consideraban suya y sólo suya?; y yo no estaba dispuesto a ponerles la dura realidad al descubierto, ni a ser quien les proporcionase tan duro golpe en su ego amoroso.
En un principio pensé solucionar el incómodo problema con una partida de naipes donde la apuesta fuera ella. Una partida con un solo premio y un único ganador; los demás dejarían libre el camino y abandonarían su relación, no sólo amorosa sino también profesional, con la modelo. Puede parecer indecente e incluso algún adjetivo de peor gusto se me pudiera atribuir, pero de este modo quedaría resuelta una insoportable realidad, que me estaba produciendo un preocupante estado de angustia cuando ella no estaba a mi lado y la imaginaba entregando su cuerpo y sus pasiones a alguno de los otros, y ni siquiera me consolaba el hecho de que fueran mis amigos sino todo lo contrario, y la ansiedad a la que me llevaban los celos era creciente cada día.
Mas establecer unas reglas para jugar no es difícil si los jugadores de la partida conocen el juego y, lo que es más importante, saben cual es la apuesta, pero aquí no era el caso, pues tanto Arturo Cerdá, como Rodríguez Acosta, y JM Mezquita seguían sin conocer la relación existente entre la mujer que amaban y cada uno de nosotros, por lo que se me planteaba el problema añadido de cómo contarles un hecho que no sólo les iba a producir dolor en su espíritu, sino que incluso podía poner en juego mi amistad con ellos por hacerme responsable de su propia ignorancia en el caso.
Es muy posible que se me hubiera ocurrido la partida de cartas pensando egoístamente que ya en otras ocasiones había demostrado una mayor habilidad que ellos en estas artes, pero también es bien sabido que la suerte es parte fundamental de estos juegos, y, tal vez, me había dejado llevar por unas razones ilusorias e irreales sin ni siquiera pensar que no tenía ningún sentido preparar una partida en la que los jugadores desconocían lo que se jugaban sobre el verde tapete, por lo que después de mucho pensarlo deseché la idea. Por lo tanto, sólo había una manera de que la situación se resolviera con cierta dignidad: que ella eligiera a uno de los cuatro.
Fue, entonces, cuando se me ocurrió convocar una reunión en la que no podía faltar ella. Me lo planteé también como un juego, un juego que podría parecer pueril, pero que después de analizarlo llegué a la conclusión de que, a pesar de sus reglas un tanto infantiles, no obstante, podría dar el resultado buscado. Es cierto que ellos, ilustrados y cultos, podrían poner algunas reticencias en un principio, pero si ella estaba presente, y dado que el juego consistiría en halagarla, tenía el convencimiento de que para no desairarla ellos aceptarían participar en el juego aunque les pareciera un tanto absurdo y ridículo, y después, yo iría marcando las reglas hasta llegar al resultado esperado.
¿Cómo sería el juego, cuales las reglas, y cual el objetivo?
El juego era simple: una vez reunidos los cuatro con ella, utilizando como pretexto para la reunión una inocente sesión fotográfica, les incitaría a que cada uno, siguiendo un orden estricto y de antemano establecido, dijera alguna de las virtudes de la modelo. Sin duda todos comenzaríamos contando y ensalzando las muchas que tenía profesionalmente, y esto animaría la reunión y el juego en sí mismo. Según avanzara el tiempo y cuando los elogios profesionales se hubieran acabado, estaba seguro que, sin más remedio, empezaríamos a referirnos a otros aspectos más personales y, cómo no, al fin llegaríamos a los amorosos de forma involuntaria y casi sin darnos cuenta, de ello no me cabía la menor duda. Una vez adentrados en terreno tan resbaladizo sería difícil que no quedasen al descubierto nuestras cuitas amorosas compartidas, y confiaba en la inteligencia y perspicacia de todos para darse cuenta de los secretos tan celosamente guardados que nos habían mantenido unidos sin saberlo, y esperaba de su demostrada caballerosidad que el asunto se tratase, al fin, con total respeto y cortesía. Llegado ese punto yo propondría que para no estropear nuestra amistad fuera ella la que eligiese a uno de los cuatro, con la tal vez inocente esperanza de ser el elegido por ser nuestra relación la más cercana en el tiempo y en consecuencia la que menos desencantos tendría acumulados.

Una vez pensado y planeado los reuní en el estudio con la ensayada excusa de hacer una fotografía que dejara recuerdo histórico de nuestra amistad. Antes de comenzar el juego quise cumplir por honradez profesional y preparé el escenario para que la cámara dejara constancia de aquella reunión que, por razones distintas a la propuesta inicial, iba a ser fundamental en nuestras vidas. JM Mezquita estaba situado al fondo, en el rincón opuesto a donde yo me encontraba, y miraba con ojos de deseo no disimulado desde detrás del biombo. Rodríguez Acosta, pensativo, mantenía su barbilla sobre el cuenco de la mano en un gesto de pensador ilustrado, si bien a mí me pareció más un gesto de sospecha por algo que preveía que iba a suceder aunque no pudiera imaginarlo. Y a Cerdá lo coloqué, para que la fotografía quedara solemne, detrás de una cámara enfocando a la modelo. Ella, en el centro y sentada sobre el diván verde que había en la estancia, mostraba su desnudez veladamente cubierta con una ligera gasa de seda; y sus joyas, esas que con toda probabilidad le habríamos regalado los allí presentes, adornaban su piel suave y los pechos turgentes que tan bien conocíamos. Yo estaba oculto tras la verdadera cámara cargada con la placa fotográfica, y realicé con todo cuidado la instantánea prometida.
Guardé la placa emulsionada, y aprovechando la animada charla que habían iniciado les propuse su participación en el juego que yo había creado para la ocasión, y con brevedad les hice un resumen de las sencillas reglas por las que nos debíamos regir.
Al principio me miraban entre sorprendidos e incrédulos, y por algún comentario suelto y alguna sonrisa irónica que pude ver me pareció intuir que, o bien suponían que les estaba gastando una broma o bien que me había vuelto un poco loco. Arturo Cerdá hizo un comentario sobre la poca seriedad que parecía acompañar la propuesta, y Acosta dejó caer con cierta ironía unas advertencias relativas a que ya hacía tiempo, mucho tiempo, que había olvidado los juegos y acertijos de su infancia. Mezquita simplemente reía. Teniendo en cuenta que todo lo que había preparado con tanto esmero podía quedarse en un infructuoso y fallido intento sin más, y a riesgo de parecer impertinente y hasta infantilmente bobalicón, insistí sobre la gracia que tenía el juego que les proponía, y para romper el incomodo trance en el que nos encontrábamos, sin más preámbulos, comencé yo el juego poniendo de manifiesto en voz alta una de las muchas cualidades que como modelo tenía Mercedes, al tiempo que les retaba a seguir. Tal vez para no quedar a mal con ella, Acosta dejó oír su voz, y lanzó al aire otra de las virtudes que se la podían otorgar, y como si hubieran dado el pistoletazo de salida en una carrera cada uno intentó halagar aún más que el anterior los oídos de la modelo, que nos observaba como a chiquillos en una disputa por llevarle la mochila hasta la puerta de la escuela. Fueron tantos y tan diversos los adjetivos y alabanzas que dedicamos a su profesión, que ella nos miraba sonriendo como si de una niña mimada se tratara. Pero el diccionario no daba para más, y tal y como yo había previsto nos adentramos, poco a poco, en un terreno más personal, y ahí el ingenio se agudizó, pues además de cortés era necesario ser agradable sin caer en la zafiedad.
También fue mucho lo que cada uno dijo sobre sus cualidades como mujer.
Entretanto,ella, haciendo como que no quería oír con el gesto graciable de taparse los oídos con la punta de sus dedos, se dejaba querer.
Ninguna virtud se quedó sin mencionar. Cada uno intentamos superar al anterior y decir la palabra más hermosa y la alabanza y el requiebro más sentido. Era fácil ver que el juego había dejado de ser algo infantil para convertirse en una pelea de gallos dispuestos a cortejar y a luchar por aquella mujer, que no nos dejaba de mirar con una sonrisa pícara e insinuante tumbada en el diván y cubierta sólo con el blanco velo de seda transparente.
Pero, hasta la perfección tiene sus límites, y llegado un momento se acaban los adjetivos que se pueden aplicar a las virtudes y cualidades de una sola mujer por muy bella y perfecta que sea, y en el fragor de la lucha de palabras por conseguir ser quien más alabanzas le dedicara, nos fuimos adentrando, casi sin darnos cuenta, en el terreno amoroso, terreno mucho más resbaladizo pero que venía bien a mis intereses e intenciones primeras, y habiendo llegado a ese punto en el que hay que valorar lo que una amante tiene y da, entonces se pierde el sentido de la realidad y se dejan entrever los sentimientos más ocultos y los placeres más recordados, y así fue cómo nos fuimos descubriendo uno a uno. Aunque fuera sin intención de hacerlo salieron a la luz nuestros sentimientos y deseos más inconfesables, y sin querer hicimos a los demás conocedores de la vida amorosa de cada uno de nosotros.
Lo que en principio había nacido como un juego al final se convirtió en una lucha, educada, eso sí, por ganarse la voluntad de ella, pues ya todos conocíamos, aunque ninguno lo hubiéramos manifestado abiertamente, el secreto, o mejor dicho, los secretos que ella tan bien guardaba. Mercedes, con una cierta sorpresa reflejada en el rostro, pero sin abandonar la eterna sonrisa que acompañaba su cara, nos seguía contemplando desde su cuerpo desnudo mientras permanecía tumbaba y relajada sobre el diván.
No era menester seguir con la pugna amorosa entre los cuatro amantes ahora un tanto despechados, por eso me propuse dar por finalizado el juego. Tal y como había previsto era el momento de pedirle a la modelo, a la mujer, a Mercedes que eligiese a uno de los cuatro.
Aprovechando que ella fue al vestidor planteé esta cuestión sin rodeos, y aunque las dudas surgieron en un primer momento, al fin todos decidimos que era la solución más acertada y aceptable para preservar una amistad que ninguno de nosotros deseaba que se rompiera.
Esperé su vuelta, y sin el menor atisbo de reproche me dirigí a ella, que aguardaba expectante de pie en el centro del estudio vestida ya con un elegante y sensual traje blanco. Le rogué que eligiera a quien más amase, prometiéndole que ninguno de los descartados le reprocharía su decisión, que respetaríamos con todo nuestro corazón y nuestras sufridas almas. Entonces, ella, recogió la gasa de seda tirada en el diván, y colocándosela a modo de fular avanzó hacia la salida sin perder la sonrisa, y antes de salir de la estancia se giro sobre sí y dijo: "Señores, ya no me interesan sus juegos".
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