domingo, 1 de febrero de 2009

Espérame un poquito más



® Espérame un poquito más

© Autor: Antonio Blázquez Madrid

(Relato finalista en el Certamen Internacional de Relatos Cortos -Café Compás- 2008 - Valladolid)
Mamita, yo sé que vos me esperará siempre, pero dígale a ella que, por favor, no me olvide, y que me espere un poquito más
Así acababa la carta que sujetaba con mis manos, y que momentos antes había retirado de entre los dedos fríos de aquel cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo. A su lado, con el rostro cubierto de lágrimas, sujetándole la cabeza como pretendiendo que no se apoyase sobre el duro suelo, estaba otro joven, de rasgos mestizos, que no dejaba de preguntarme con su mirada húmeda.
— Nada; lo siento — le dije—. Ya nada podemos hacer por él.
Después de escucharme apretó aún más sus manos sobre la cabeza de su amigo, en un vano intento de insuflarle la vida que ya no tenía.
Le pregunté su nombre
— Manuel José —me contestó.
— ¿Erais amigos? —quise saber.
— Hace un año que nos conocimos aquí, en esta misma calle, mientras intentábamos sacar unos pesos, para comer y pagar la pensión, vendiendo algunas cosillas manuales. Desde entonces, todas las tardes de los sábados, nos juntábamos para comerciar con algo de esto o de aquello, y así seguir subsistiendo —me dijo.
— ¿De donde era? —pregunté.
— De Perú, de un pueblecito cercano a la ciudad de Ayacucho — me contestó,
— ¿Ilegal? —dije, casi afirmando.
— Sí, ilegales como nos llaman ustedes; sin papeles porque nunca nos dieron un trabajo fijo. Cuatro años llevaba aquí y en todo ese tiempo nadie le hizo un contrato oficial —él respondió.
Le volví a preguntar por su amigo.
— ¿Tenía familia?
— En Perú: su madre, y también me habló de otros hermanos pequeños. Pero de la que siempre hablaba era de su novia; quería traerla para acá algún día, cuando él tuviera papeles y un trabajo—dijo.
— ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo pasó? —me interesé por el caso.
— Le golpearon sin mediar palabrita. Estaba sentado en ese banco, escribiendo la carta que ahora está en sus manos. No los vio venir, por eso no pudo escapar. Eran más de seis con las cabezas rapadas. Cuando llegó la policía ya había perdido mucha sangre. Ellos les avisaron a ustedes. Aún no me puedo creer que haya muerto, no consigo comprender por qué, si nunca hizo mal a nadie —me comentó
— ¿Tú, estás bien? —le pregunté.
— Sí, doctora, pude huir a tiempo, sólo me golpearon en la espalda con una cadena, pero estoy bien, únicamente me duele un poquito —me dijo.
— Te llevaré al hospital, para que te veamos ese golpe —le dije.
— ¡No!, prefiero no ir.
— Es mejor que te examinemos por si acaso tuvieras algo más importante que el simple dolor. ¿Por qué no quieres? —insistí.
— Porque si voy al hospital me interrogará la policía sobre lo que pasó, y después me abrirán un expediente para expulsarme del país por no tener los papeles. Gracias, pero ya se me curará solo, no se preocupe —dijo con firmeza, no dejándome ninguna opción más.
— Al menos acéptame un café en la cafetería de la esquina —le sugerí.
— Eso sí, se lo acepto de corazón —respondió con rapidez.
Doblé la carta que había cogido de las manos del joven fallecido, y agarrando del brazo a Manuel José nos dirigimos hacia un bar que estaba a escasos cincuenta metros de donde se había producido el cobarde ataque de los skingers. Todos los clientes estaban en la puerta de la calle mirando la escena, unos en silencio y otros comentando lo que había sucedido, aunque ninguno había hecho nada para evitarlo.
Nos sentamos en una mesa alejada de la barra. El camarero puso sobre la mesa las dos tazas de café que le habíamos pedido, sin dejar de mirar con recelo a mi joven acompañante. Mientras Manuel José tomaba lentamente la bebida a pequeños sorbos, me puse a leer la carta que había guardado en el bolso.
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"Querida mamita: Puede que esté enfada un tanto conmigo porque me demoré en escribirle esta vez, pero el trabajo me entretiene todo mi tiempito, y por eso no pude enviarle antes estas letras, aunque debe saber que no me olvido ningún día de vos, mi viejecita..."






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Dejé de leer un momento y pregunté de nuevo.
— ¿A que trabajo se refiere tu amigo en la carta si tú me has dicho antes que solamente trapicheabais con lo que podíais?
— ¿Usted que cree…? —mi miró con ojos abatidos antes de seguir respondiendo— A ese del que hablamos todos a nuestras madres para que no se intranquilicen, aunque no exista. ¿Para qué contarles las penas? Ya sufren suficiente con la lejanía y a veces con el olvido.
— Pero… —quise insistir, pero no me dejó continuar la frase.
— Es así, doctora, así es aunque sea triste reconocerlo
Se quedó pensativo y yo seguí leyendo.










“…Sé que debería escribirle cada menos tiempo, como le prometí cuando salí de casa, pero, mi querida viejita, estoy todito el día en la empresa dirigiendo a un equipo de treinta o más empleados y quiero hacerlo bien para conseguir mucha plata, para que algún día pueda retirarla de trabajar en el campo con sus manos ajadas; por eso no he ido a verla en estos años, no más, para ahorrar y poder construir, cuando vuelva, una casa nueva como a vos le gusta…”







Sentí un escalofrío al pensar cómo sería la tristeza infinita que sentiría aquella pobre mujer, cuando supiera que su hijo había muerto sin ni siquiera llegar a conseguir ni uno solo de sus sueños.
—No lo piense, doctora —me sobresaltó la voz de Manuel José—. Tal vez sea mejor así. Se le acabaron los problemas y, además, ya no tendrá que inventar historias para su mamaíta ni para su amada novia.
No supe que decirle, porque no podía llegar a comprender ese mundo que está tan cerca de nosotros, en los mismo lugares comunes y en las mismas calles que cruzamos juntos cada día, pero, al mismo tiempo, un mundo que nos es tan lejano que ni siquiera somos capaces de ver ni de sentir.
El siguiente párrafo de la carta apenas conseguí leerlo porque estaba manchado de sangre aún caliente, solamente pude intuir que iba dirigido a la novia que le estaba esperando tan lejos. Pocas palabras logré entresacar de entre las manchas rojas, pero todas ellas reflejaban un amor cálido y vivo.
Durante unos momentos me quedé mirando la cara de Manuel José, y de pronto se reflejó en ella un gesto de desconfianza cuando vio entrar a dos policías. Se tapó el rostro como pudo levantando la taza con las dos manos abiertas.
— No te preocupes —procuré tranquilizarlo—, han entrado a beber un poco de agua.
Bajó las manos sólo cuando los policías salieron del bar.
— ¿Por qué tienes miedo? —le pregunté.
— Doctora, aunque maten a uno de los nuestros, los primeros sospechosos somos nosotros. Tal vez sea difícil de entender, pero esto siempre es así. Ya sabe, doctora, somos ilegales y por lo tanto sospechosos —dijo con pena
No me atreví a contestarle, porque de pronto me di cuenta que esa era la realidad en la que vivían, aunque fuera una verdad que nos ocultábamos a nosotros mismos para no reconocer la injusticia que nos rodea y que no nos importa nada.
Mientras él acababa de tomarse el café yo terminé de leer la carta.
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"...Prontito compraré un billete y embarcaré en un avión para contarle todo lo bueno que he conseguido aquí; y le llevaré un vestido nuevo para que vaya hermosa los domingos a la misa. Mientras tanto, cuídese hasta que regrese.
Mamita, yo sé que vos me esperará siempre, pero dígale a ella que, por favor, no me olvide, y que me espere un poquito más."







Ahí acababa lo que había escrito en la carta: una carta sin firma y sin dirección. Quise preguntarle a Manuel José por el nombre y el pueblo de la mamá de su amigo muerto, pero cuando intenté hacerlo él ya estaba saliendo con prisas del bar, seguramente asustado al ver por el ventanal a los policías que se acercaban de nuevo a la puerta de entrada.
En ese momento me di cuenta que la carta que tenía entre mis manos nunca llegaría a su destino, y que la espera de aquella madre y aquella novia iba a ser más larga, mucho más larga y triste de lo que nunca hubieran imaginado, y que los sueños que tendría aquel joven cuando salió de su tierra, se habían quedado miserablemente rotos entre los adoquines de una calle ajena.
Y esto es todo lo que le puedo comentar sobre este caso, señor comisario.
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